José Luis Díaz Lorenzo
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LA CERCA DORADA

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Capitulo Primero

Erase que se era, hace no tanto tiempo, dos hermanas. Vivían junto a su madre, una mujer enferma, de mediana edad, con el pelo canoso y la mirada cansada. Las tres vivían en una casa pequeña, de gruesa madera, en lo alto de una colina. La casa no se podía ver fácilmente, porque estaba rodeada de árboles altos y gruesos. Era un lugar que estaba protegido del frío viento que del inhóspito norte trotaba libre por los campos y cortaba hasta la respiración. En verano se encontraba siempre a la sombra y era un lugar fresco.

El pueblo más cercano se encontraba a media jornada de camino hacia el sur, aunque había otro a dos jornadas al oeste. Solían ir para vender las prendas que tejían en el invierno y a cambio conseguir más lana y comida. Tenían dos vacas que les daban leche fresca. Con ellas también hacían queso y, cuando conseguían moras frescas, hacían algún pastel antes de que comenzase el otoño.

La vida era dura y el campo agotador. El padre de las dos hermanas había fallecido al defender a la familia de una manada de lobos que bajó del Norte, un año en el que el invierno fue demasiado duro y las presas emigraron en exceso al sur. Aquello llenó de pena a su madre, hasta que un día, llamaron al curandero, pues una dolencia le había empezado a afligir el cuerpo y ya no solo el alma, y este les dijo que tenía una enfermedad en los huesos, que dentro de unos años dejaría de poder mover partes de su cuerpo hasta terminar completamente incapacitada para hacer algo y moriría.

De las dos hermanas, la mayor, Aira, era la que tomó las riendas y las labores del campo, siendo ella la que iba al pueblo a comprar y vender y la que se encargaba de contratar la carreta para traer y llevar lo que necesitaban. Su hermana pequeña, con la que se sacaba siete años, Ires, era la que cuidaba la mayor parte del tiempo de su madre cuando no tenía que estar trabajando en el campo. La madre de ellas, Irphai, hacía todo lo que podía. Cosía, limpiaba, preparaba la comida, llevaba y traía a las vacas del campo al establo y se intentaba preocupar del futuro porvenir de sus hijas. Pero sin un hombre que las ayudase y cargase los pesados arados y la carga del trabajo, todo se hacía más difícil y eso desgastó más rápido a Irphai.

Con los años Irphai cada vez se movía más despacio, tenía más dolores y se fatigaba con mayor presteza. El tiempo pasaba, cruel y despiadado, no caminaba sin dejar rastro en Irphai. Sus dos hijas no mostraban su pesar y dolor y tenían que llorar a escondidas o mientras trabajaban para que su madre no sufriese más, pues, en sus ojos, se podía vislumbrar el horizonte, el final.

Y la fatalidad ya anunciada vino y, una fría noche de enero, cuando todas las estrellas estaban ocultas y el silencio del crepúsculo acallaba hasta el aire frío, Irphai, hija de Talafaren y Thephalai, tomó la senda que solo una vez se puede pisar. La oscuridad cubrió sus ojos y su alma migró por el sendero que todos habremos de recorrer.

Las dos hermanas lloraron largos días y descuidaron las labores de costura. Vinieron los conocidos más allegados y, en una pira cubierta de flores y aceites de fuertes olores, las llamas devolvieron el cuerpo de Irphai a la ceniza y todas sus impurezas se purgaron en el fuego en el que todos, un día, tendremos que mirar. Fue una ceremonia sencilla y los allí presentes lloraron en silencio. Celebraron una comida austera y brindaron por la vida terminada. Se contaron anécdotas e historias, se cantaron canciones fúnebres y se recordó a los ancestros. Pero nada más ocurrió, pues la huella de Irphai no hizo que se tejiese ni un tapiz ni un verso en una canción. El dolor quedó amargo y solitario en el corazón de sus hijas, quienes quedaron solas en el mundo, sin protección ni consejo que les guiara o enseñase.

Cuando el luto riguroso de la tradición llegó a su fin, se encontraban a mediados de febrero. El trabajo del invierno estaba muy retrasado y apenas pudieron completar todas las prendas necesarias, por lo que tuvieron menos dinero para comprar lanas.

Pero las desgracias se llaman unas a otras. Una enfermedad mató a las dos reses que tenían, acabando con la fuente más valiosa de alimentos. Las dos muchachas se veían abrumadas por todo lo que les iba ocurriendo y el futuro se oscureció. Aira no se decidía a que hacer y habló seriamente con su hermana, pero ninguna de las dos sabía qué camino tomar. Las dos niñas adelgazaban peligrosamente y la muerte, vieja conocida, se paseaba, afilando su guadaña en una silenciosa guardia que hace de todos.

Tras las fiestas de la primavera, en una noche fresca y placida, donde la luna brillaba con esmero y las estrellas competían con el astro por alumbrar con mayor intensidad la oscuridad del cielo, escucharon cascos de caballos. Al principio era un caballo. Era un jinete solitario que vociferaba algo. Aira tuvo que prestar mucha atención hasta que distinguió palabras de alerta. Guerra. Fue lo que resonó en la noche.

Las dos hermanas se vistieron rápidamente y se pusieron sus mantos. Cogieron las pocas provisiones que tenían y los objetos de valor que sus padres les habían dejado, junto con un par de trozos de oro que todavía guardaban debajo de una losa del hogar. Con dos bastones se aventuraron hacia el este, buscando el refugio de los bosques y las montañas.

¡Ah, la guerra! Maldita ella que hace que los hombres y criaturas del buen mundo se corrompan y dejen de hacer para lo que fueron creadas, su máxima tarea, que era disfrutar de la vida. Pero en aquel mundo, el oro, el hierro y los castillos importaban más que la comida en la mesa, un hogar caliente y luminoso y una familia y amigos que te amen. Si todos diéramos más importancia a las cosas sencillas, nuestro mundo sería un jardín de luz, y no un valle oscuro. Pero eso ahora ya no importa, pues había llegado la Guerra y donde ella pisa, nada vuelve a crecer y la vida a ser como era.

Las dos hermanas corrieron toda la noche sin detenerse. Aira no dejó que su hermana viese como ardía su casa ni que tampoco se detuviese a escuchar los gritos de dolor que en el horizonte arrastraba el viento.

No fue hasta el rayar del alba de rojizos dedos que llegaron a los bosques de Pelanhair. Un bosque más grande que cualquier nación conocida, un bosque que cruzaba toda la tierra, desde las frías llanuras del norte hasta los pantanos calurosos del sur. Los árboles se erguían fuertes. Sus raíces se habían clavado profundas en la tierra y desde hacía muchas edades, muchas antes que el hombre llegase a pisar la tierra, aquellos árboles habían visto como la rueda del mundo había girado en una u otra dirección. Un aire arcano y antiguo era destilado lentamente y un respeto soberbio inundó su corazón. Cuantos cantos había sobre ti, ¡Oh, Gran Bosque! En tu corazón viven leyendas y los días antiguos son presentes y el saber del pasado es el común. En tus cortezas se han tallado todas las historias que el viento traía y en tu corazón late aquello que los mortales llaman magia. ¡Oh Gran Bosque! Conociste hermosos días, y oscuros atardeceres. Hoy en tu otoño, en el Otoño del Mundo, vibras imponente y recuerdas a todos que tú seguirás ahí después de que caigan los castillos de piedra y las ciudades de marfil. No hay mayor corona que la tuya y en ti viven todos los que un día fueron poderosos. Pero ya nadie recuerda y esas dos huérfanas nada saben. Ellas corren y corren, sin conocer que hay tanta belleza como peligro en tus entrañas. ¡Oh, Gran Bosque, ten piedad de ellas!

Las dos hermanas descansaron no muy lejos del lindero del bosque, donde todavía la luz traspasa y se adentra, pues, más allá, el bosque se volvía más oscuro y tenebroso. En el viento se escuchaba el canto de todos los árboles. ¿Nadie recuerda su lengua? Ellas no, desde luego, pues jóvenes son, y tierna es su alma, pero, quien entra en el bosque no vuelve a salir, pues ellas entrarán niñas y saldrán mujeres. Ellas no saldrán, pues el bosque nada deja igual. El río que por el fluye, otra agua torna a ser, y, entre sus colinas y bajeles, la sombra arcana todo lo transforma. Pero algo ocurre en él…

Capitulo Segundo

A la luz del atardecer se adentraron entre las sombras que las ramas mecían con el viento. Una sinuosa columna de humo había ascendido desde hacía horas en una lejana región, donde debía de encontrarse algún pueblo. Ninguna de las dos muchachas dijo nada, y decidieron, en silencio, dejar todo atrás, atravesar el bosque y encontrar las tierras que poblaban los hombres al otro lado del mundo. Más llenas de ciudades, civilizadas y en paz. Allí, cuenta el rumor, la riqueza es grande y abundante, y las naciones de los hombres prosperan pues son fuertes y viven su Primavera.

Los comerciantes traen noticias de ciudades grandes y bastas, de torres tan altas como montañas y de relucientes guerreros, de coronas con todas las joyas conocidas y de poderosos hechiceros que transformaban el carbón en oro y el agua en plata. Pero claro, todo eso eran rumores, y de rumores no vive el hombre.

No era la primera vez que los jinetes de las estepas arrasaban sus tierras. No sería la última hasta que uno de los dos bandos conquistase y terminase fusionando la sangre para crear un único linaje, pues, por el diálogo ninguno se entendía. Sus lenguas y mentes estaban tan alejadas que ni siquiera hubiesen podido acordar llegar a un acuerdo. Hace tiempo a que olvidaron que fueron un solo pueblo, una sola nación, regidos por un único cielo. Sus mentes se nublaron y, como todo mortal, tendió a perder en el pasado todo lo bueno del recuerdo, y ahora ya solo alberga rencor su corazón. Pero nada de eso sabían ellas, que no conocían su linaje ni tampoco habían vivido demasiado para saberlo. No sabían más que el nombre de sus abuelos y no podían llegar a alcanzar cuan importante fue su sangre y que grandes fueron sus antepasados.

El bosque comenzó a suponer una dificultad cuando rayaban ya el ocaso moribundo, donde el fuego del día luchaba contra el frío azul de la noche, el cual tornaría negro. El terreno inició una ascensión lenta, pero continua. La inclinación de la tierra iba en aumento. Los árboles se apiñaban y se
confundían sus ramas. No se sabía dónde empezaba un árbol y terminaba otro. Allí la oscuridad dejaba una penumbra que solo en escasas ocasiones dejaba pasar los ya débil y rojizos rallos de luz. Las hojas se peleaban hasta por la última mota de luz. Bebían de la fuente hasta que la fuente desapareció, y la oscuridad devolvió al mundo a su estado natural, desnudo, oscuro, pero ya no estaba como fue, pues la vida fluía como el viento, escondida bajo el manto que todo oculta. Aquella vida no era la vida conocida, era una vida peligrosa y oculta. La noche para los de la noche, el día para los del día.

La oscuridad trajo un manto de estrellas frías y un viento ululante penetró la foresta. Las dos hermanas se sentaron, acobijadas, entre grandes raíces. Encendieron un fuego pequeño para que las bestias que moraban en la noche se mantuviesen alejadas, más allá de la luz de la llama que les fue entregado a los mortales para así espantar a los moradores de la noche. La mayor fue la última en dormirse, avivando el fuego de forma esmerada. No quería encontrarse con rescoldos fríos al amanecer y una oscuridad cubriendo sus ojos.

Pero no tuvieron que aguardar al amanecer para despertarse. Comenzaron a notar que las raíces del árbol las apretaban, como manos grandes y violentas. El mismo árbol quería tragarse a las dos niñas. Comenzaron a gritar y, entre los aspavientos y movimientos rápidos y nerviosos, Ires se pudo escapar. Lanzó voces pidiendo auxilio, pero el silencio de la noche fue su única respuesta. Parecía que nadie escuchaba y estaban demasiado lejos para ser oídas.

Fue entonces que partió una rama medio caída del mismo árbol y le prendió fuego. Comenzó a golpear el tronco del árbol con desesperada furia, saltando chispas aquí y allá, manchándose su cara de ceniza. De lo profundo de la madera surgió una voz osca. Parecida un gemido, un gemido de dolor. Las raíces se detuvieron, pero no liberaron a Aira. El mordisco del fuego había espantado al roble y parecía quieto por el momento.

Ires volvió a echar su voz al viento para que alguien les socorriese, usando toda la potencia que su pecho le profería. Y, aunque ella no lo supiese, sus gritos habían sido escuchado mucho antes de que fuesen tirados o pensados. Pues, mucho antes de que ellas dos llegasen, ya se sabía que irían a parar a las raíces del roble. ¿Alguien podría haberlo evitado? Nadie, porque tuvo que pasar para todo desencadenar.

Los minutos agónicos, que trascurrieron hasta que la ayuda apareció, fueron casi una tortura para las dos hermanas, que no se soltaban, llorando. Ires repetía que no la dejaría, pero Aira insistía en que corriese. ¿Qué más podían ellas hacer? Esperar el auxilio puesto ya en marcha, ya que no conocían arte ni poder para hacer que el árbol fuese manso como los demás. Y el auxilio llegó.

Una figura, montada en un animal de grandes cuernos, se dibujó en la penumbra cercana a la hoguera. Se les cortó la respiración y contuvieron sus voces. ¿Quién atravesaba la oscuridad montado en semejante animal? ¿Era amigo, o enemigo? Muchas dudas atravesaron a las muchachas y más temores encontraron en su corazón.

-Otra vez rebelándose contra el buen gobierno de los Pastores. - Una voz suave, casi de niño, irrumpió la calma tensada. - Vamos, buen roble, no estás hecho para devorar humanos. Olvida tu odio, guárdate de albergar rencor y deja libre a la xica, tu misión en este mundo es amplia, no solo la de crecer. Pero no fuiste concebido para comer carne ni tragar a los hijos de la buena Tierra. Traga sol, escarba en la tierra y tira las hojas en invierno.

Pero el árbol no se movió. Se enrocó en su posición y comenzó a tragar de nuevo a Aira. La niña volvió a gritar y el escándalo volvió a elevarse. La figura, pequeña, apenas tan alta como Ires, tenía una vara en su mano derecha. Era una vara de madera normal, sin más poder ni mayor virtud que la de la mano que la portaba. Golpeó con fuerza el tronco del árbol, resonó el eco con bravura, como el golpear de unas campanas grandes de metal, y gritó con firmeza, elevando su voz por toda la penumbra y foresta.

- ¡¿Es qué no me has oído?!¡Suelta a la niña inmediatamente, o te arrancaré y volveré inerte la tierra en donde residiste!¡tu madera será comida para insectos y jamás serás recordado!¡del canto, serás arrancado! - Su voz sonó mucho más oscura y fuerte, como si fuese pronunciada por cien hombres. Las niñas abrieron los ojos y sintieron temor por tal poder. Todo tembló alrededor y el aire se volvió denso y agobiante durante unos segundos.

El roble soltó de inmediato a Aira y pareció, a los ojos de Ires, que retrocedía varios metros, asustado. El fuego se reavivó solo, extinto segundo antes por la voz y la orden dada, pues hasta el fuego se había espantado ante ese poder.

Cuando la calma volvió a las dos muchachas, observaron a su salvador. No parecía humano, aunque sus rasgos eran bastante comunes. No tenía unos ojos extraños, aunque sí grandes y muy oscuros. Y su pelo era corto, y profundamente negro. Su piel era morena, y tenía unos dientes ligeramente amarilleados, pero perfectos, en línea. Era extraño, pero no amenazador. No tenía gran belleza ni tampoco era doloroso a la vista.

No dijo nada hasta que las dos hermanas se recompusieron del mal susto y comenzó a preparar una hoguera en condiciones. La montura que le acompañaba era una cabra con grandes cuernos. La cabra, que después descubrieron que se llamaba Kork, parecía estar siempre en la inopia, distraída, masticando lo que regurgitaba. Se podría haber dicho, sin exagerar, que esa cabra parecía estúpida, pero nada más lejos de la realidad. Kork era una cabra Iroki, una especia muy rara de cabra que se usa de montura y que son fieles, muy sabias y prudentes. Tienen un aire despreocupado, pero es solo una apariencia. Debajo de la roca, a veces, hay esmeraldas.

De un saco de piel de carnero sacó el diminuto hombre un trozo de pan de nueces y algo de cecina. Las niñas tuvieron reservas de confiar en el desconocido, pero el hambre les apretó el estómago, y se dejaron de remilguerías. La comida que habían traído era poca o casi nada, y ya le habían dado buena cuenta la tarde anterior. No parecía que Yaril tuviese alguna intención, y sus movimientos y gestos no incitaban desconfianza.

-Mi nombre es Yaril. - Dijo con suavidad el hombre, que en ese momento solo las observaba con una sonrisa. Su voz sonó como un arroyo, saltarina.

- ¿Qué nombre más extraño? ¿Qué eres? - Preguntó somnolienta Ires.

- ¡Ires! No seas irrespetuosa.- Aira le espetó a su hermana, dándole un ligero golpe en el brazo derecho. Luego volvió la vista hacia Yaril.-Disculpa, no queríamos faltarle al respeto. Le agradecemos que nos hayas salvado. Nosotras somos Ires y Aira, hijas de Kires e Irphai. - Abrazó a su hermana por el hombro mientras la niña comenzaba a caer en las manos de un sueño innatural que venía de alguna parte. Una mano invisible las estaba envolviendo y una mente benéfica las dormía. La seguridad embargó a las dos niñas. Era como estar de nuevo en el hogar, caliente y tranquilo, bajo un techo de madera y paja.

- ¡Oh, que descortés por mi parte! Mi nombre completo es Yarilninkilik, aunque todos me llaman Yaril fuera de las montañas Yunkank. En mi pueblo no se hace referencia a los padres, pero sí a la montaña y al clan. Mi montaña es la Purpatum y mi clan el de los Kilkimiri. - Su voz parecía tener una risa de entretejida y sus palabras sonaban tan dulces y graciosas que no desconfiaron las dos hermanas de él. No era una voz embaucadora, era una voz limpia y sin intención bajo su melodía. Todo lo que decía parecía salir de un faro de luz.

- Y a la buena pregunta, y mejor vista que tiene tu hermana menor, soy un gnomo, aunque los hombres del norte nos llaman irkis y los de vuestra tierra nippus. En la lengua de mi raza nosotros nos llamamos yunkirik.

La mente de Aira se llenó de nombres, pero, lo que más le causaba confusión, era no haberse dado cuenta de las orejas pequeñas y en punta que tenía el sonriente Yaril. Sus rasgos se volvieron más salvajes a los ojos de Aira, pues Ires ya caminaba por el sendero que se comparte con otros lugares que se nos escapa en la vigilia.

-Bueno, está bien por hoy de preguntas, ¡dormid tranquilas! el bosque se mantendrá calmado. Nada nos podrá perturbar esta noche. ¡Dormid, dormid mientras podáis! Largo será mañana el día. Se está corriendo la voz y todo ser, con buen o mal corazón, sabe que no estáis solas y no vendrá a perturbaros.

¡Dormid! Que la noche se extinguirá y mañana todavía tenemos demasiado que caminar, hablar, reír y comer. - Y se escuchó el rubor de los árboles y bestias, en la lejanía, emitir un mensaje de aviso. Las niñas no entendieron, pues su mente no está versado en lenguas de animales, pero bien comprendía Yaril que se avisaba lo siguiente: Yaril de los Kilkimiri, el gnomo, ha entrado en el bosque y protege a dos mortales. El roble se enfrentó a él y salió herido.

¡Corred y no molestéis! Conoce palabras antiguas y guarda poder en sus manos. ¡Corred y no molestéis! A cualquiera podrá derribar, pues esta noche está protegido por la Madre de Todos ¡Corred y no molestéis! Necio quien se quiera enfrentar, pues el poder de Todo está con él y él no dudará, su corazón es firme y más firme es su vara ¡Corred y no molestéis!

Y Aira se fue a dormir, abrazada a su hermana, casi sin darse cuenta. El rumor de una canción comenzó a sonar lentamente en sus sueños. Fue transportada al sendero que recorre todos los buenos mundos y en ellos encontró estrellas que se abrían como flores en primavera, llenas de colores. Refulgían con matices, cada uno con un tono diferente, pero en todas ellas se apreciaba una luz común y hermosa. En los sueños pudo ver, una mujer hermosa, de cabellos rojos como llamas y de ojos penetrantes como la noche. Llevaba en su mano una flor de luz medio marchita. Aira no supo que decía, ni tampoco quien era, pero era hermoso verla caminar sobre las nubes, entre las colinas y arroyos, y todos se postraban ante ella y no miraban su rostro, que sonreía y era
hermoso.

Capítulo Tercero

Despertaron tarde, cuando el sol estaba a punto de llegar al cenit de la bóveda de azul cian. Las dos hermanas se encontraban en un claro. La lumbre estaba encendida y no había rastro de Yaril. Al principio creyendo que todo había sido un sueño, una alucinación producida por su cansancio, pero al escuchar una extraña voz cantando en una lengua aún más rara, para las dos niñas, se dieron cuenta que habían confundido sueño con realidad.

Yaril apareció desde el este, trayendo consigo a su cabra. Cargaba con una cesta llena de frutas del bosque. Moras, arándanos y madroños. Tenían un color puro, como si fuesen pedazos de estrellas perdidos. Parecían aún tan vivas que les dieron bastante pena comerlas.

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El desayuno fue copioso, ya que, también había traído leche. Yaril les contó que encontraron a una vaquera llevando a sus vacas por un viejo camino. Le compró la leche a cambio de un trozo de piel de nutria. Le había dado una buena jarra, rebosante. Cuando terminaron, se pusieron en pie y recogieron todo.

-Nos queda un largo camino hasta que lleguemos más allá de las montañas. Si tenemos suerte, encontraremos el Camino de Baldosas, y, si tenemos aún más, no nos toparemos con ningún indeseable. - Dijo mientras cargaban en su montura todas las pertenencias.

El día era cálido y el sol brillaba con fuerza. Las nubes estaban dispersas, apenas jirones. Parecía que habían roto una buena pieza de tela para hacer trapos. En el aire el olor de la primavera palpitaba y el fresco aliento de los árboles, la hierba y las flores, era destilado con calma y rebosaba todos los espacios.

Fue cuando anduvieron unas cuantas horas, por un camino angosto entre árboles, cada vez más empinado, y tras cinco canciones silbadas de Yaril, Aira habló.

-Anoche creí soñar con una canción, muy bella, aunque no entendí lo que decía, ¿fuiste tú quien la cantaba? - Dijo acercándose a la cabecera de la marcha.

-Sí, fui yo quien cantó anoche, para que pudiésemos estar en paz y dormir.

-Sonó tan hermosa, soñé con cosas maravillosas, cosas con las que nunca había imaginado. ¿Puedes entonarla otra vez? - Pidió Aira con buena intención.

-Oh, querida, hay palabras que solo puedes decirlas una vez en la vida, por su poder, y hay canciones que solo se deben cantar en ciertos momentos, o pierden lo que vosotros llamáis magia, aunque no tiene nada que ver con eso. -

Dijo Yaril mientras masticaba algún tipo de hoja que le estaba dejando los dientes marrones.

- ¿Eres un hechicero? - Preguntó con entusiasmo Ires.

- ¿Un hechicero? No, claro que no, yo no soy un conjurado, ni mucho menos. Los conjuradores pervierten el sentido de las cosas y la esencia natural. Yo solamente sé, y canto y digo las palabras, llenándolas de las intenciones que alberga mi corazón, y es con mi propio don, mi arte, con lo que consigo que las cosas sean lo que deben ser. En cada palabra pongo lo mejor de mí mismo. Por eso el árbol os soltó. Porque le ordené que fuese lo que tenía que ser y debía ser.

Las palabras de Yaril les resultaron difíciles a las dos niñas, ya que ellas solo habían conocido a los feriantes que iban y venían, haciendo trucos de ilusionismo o de fuegos artificiales, haciendo artificios con polvos y algo parecido a una rudimentaria alquimia.

-¿Entonces puedes realizar magia?-Preguntó Ires, tras minutos en silencio.

-¿A qué te refieres con magia?- Le contestó Yaril, frunciendo el ceño y mirando de reojo hacia la niña que estaba un par de metros atrás.

-Pues eso, magia, la magia es magia, ¿no?-Dijo Ires, moviendo las manos para explicar, pero no conseguía expresar el significado que quería.

-Como te he dicho antes, no soy un hechicero, y si por magia entiendes lanzar una bola de fuego con la mano, o un trueno por los ojos, no, yo no hago magia.-Negó rotundo y acompañó con su cabeza, llevándola de forma exagerada de un lado hacia otro.- Uhm, creo que cogeremos ese camino.- Señaló hacia la izquierda y se adentraron por una senda más limpia de maleza y piedras.

-¿Hacia donde nos dirigimos?-Preguntó Aira, volviendo a acercarse a Yaril, siguiendo el rápido y saltarin paso del gnomo.-Nos has hablado de un Camino y de montañas, pero no del destino.- Se agachó ante una rama baja y miró al gnomo que escupía lo que andaba antes masticando.

-Observadora, sí, observadora, eso está bien.- Se encogió de hombros y se detuvo, señalando hacia la derecha, donde se encontraba ahora el este, pues el sendero que antes habían cogido ahora rodeaba un promontorio empinado y sin posibilidad de ser atravesado, virando por un momento al norte.

-Aún no sé si podremos llegar, pero cuanto más lejos estemos de la Cerca, mejor. Allí estaremos de verdad seguros.- Y volvió a encaminarse, sin dar más explicación.

-¿Cerca?¿qué cerca?- Ires levantó la voz, caminando sin apartar la mirada hacia el este.

-¡La Cerca Dorada! La Gran Muralla, el Baluarte de la Luz, el Reino Escondido. Vamos hacia el corazón del mismo mundo.- Dijo imponente y aumentando el paso Yaril, como si le pincharan la espalda con un clavo ardiendo.

Pararon por la tarde en lo alto de una piedra que sobresalía del camino. Allí comieron más fruta y terminaron la leche, junto con queso y pan. Yaril hizo recuento de las provisiones y suspiró, no con resignación o desesperado, simplemente relajó los hombros después de estar dubitativo un tiempo.

-No había pensado en encontrarme con más compañeros que mis propios pensamientos, pero creo que tampoco es dramática la situación. Con que cacemos un par de veces, aguantaremos antes de llegar al Camino.

Aira asintió mientras Ires seguía comiendo moras y bebiendo de la bota de Yaril. Fue entonces cuando Aira se acordó del árbol de anoche y preguntó, mirando con temor hacia los que les rodeaban.

-Aquel árbol tenía mucha ira hacia los mortales, pero no te has de preocupar. Los Pastores ya se encargarán de él y de sus compañeros. – Dijo Yaril mientras volvía a masticar esa extraña hoja y escupí al suelo. - Los árboles no toleran la indisciplina, y se tarda mucho en decir una palabra en su idioma como para perder el tiempo, por eso sus leyes no cambian, porque tardarían siglos en llegar a un consenso.

-¿Pastores?- Dijo muy extrañada Aira, abriendo los ojos mucho.-¿Los árboles tienen pastores?

-¡Pero xica! ¿qué pregunta es esa? Claro que sí. Todos tenemos alguien que nos guía, lo queramos o no.-Miró a las chicas y luego hacia los árboles.- ¿Cómo, si no, iban estas pobres criaturas, sin ojos, a moverse por el mundo? Alguien las tiene que llevar y ayudar, y también proteger.

Se quedaron unos segundos en silencio, dejando que el rumor de algún pájaro se escuchase en la lejana altura.

-Pero anoche nos acostamos en otro lugar, ¿o es que mis ojos han sido engañados por algún conjuro? -Dijo Ires mientras se limpiaba con una manga el jugo que tenía en los morros.

-No, no habéis sido engañadas, queridas niñas, ni nos hemos movido, han sido los árboles quienes se han marchado. Tardarán algunos años en volver a ocupar ese claro, ya que está marcado por la vergüenza. Habéis ayudado al bosque y, seguro, se os será devuelto el favor en algún momento.

Antes de que la tarde declinase encontraron una senda, recta, que subía y bajaba en pendientes suaves y sin repechos que dificultasen su caminar. Llevaban mucho andado, y el bosque no era agradable, pero aquella senda parecía haber sido hecha expresamente para aliviar a los cansados pies de viajeros extraviados.. Yaril comenzó a cantar y las niñas estuvieron muy atentas a su canción. Sus palabras les alivió, pues volcaron sus pensamientos en lo que decía y no recordaban que les dolía o afligía el corazón. Parecía tan lejana su vida en aquella casa, parecían tan olvidada esa pira de fuego y flores, parecía que fue hace tanto tiempo que huían y corrían. Ahora estaban en otra senda y el tiempo fluía diferente en el bosque.

(Canción)

Fue antes de caer caer el último rayo de luz que pensaron en buscar algún sitio para dormir la noche. Estar en medio del camino no era recomendado y cómodo. Pero Yaril paró en seco de hablar y miró al camino, hacía delante, con ojos rebosantes de preocupación. Pronunció una palabra en una extraña lengua y su vara se iluminó como si fuese una estrella, destilando una cálida luz amarilla. Las sombras se apartaron ligeramente y la penumbra les rodeó.

- ¿Qué ocurre? ¿qué te asusta? - Dijo Ires, pero Yaril no contestó y Aira la mandó callar.

Fue entonces cuando empezaron a escuchar, de forma muy vaga, lo que Yaril percibía. Era como un canto. Antes de poder oírlo más claramente, las dos niñas pensaron que serían como los que el gnomo les había cantado. Pero pronto llegaron mucho más diáfanas aquellas palabras y, entonces, sintieron miedo. Sintieron parte del miedo que Yaril tenía. En el aire alguien había lanzado o lanzaba palabras que dolían al escucharla. Las orejas refinadas de Yaril percibían las oscuras letras danzar y su corazón se llenó de horror.

- ¿Qué peligro nos aguarda más allá? - Susurró Aira, quien se había tapado los oídos como su hermana.

-No lo sé. - Aseveró Yaril, quien tenía las riendas de la Kork sujetas con firmeza para que el animal no se desbocara. - ¡Corred! - Dijo, adentrándose de golpe en la maleza.

Las niñas le siguiente, pero creyeron ver, en la lejanía, que la oscuridad tomaba una forma y se manifestaba con un cuerpo. Nunca pensaron que aquello era posible, y, aunque estaba muy oscuro, aquella sombra, al mirarla, parecía que uno se quedaba ciego. ¡Qué miedo sentían! En el corazón arraigó el pánico y, las niñas, dejaron que su razón se nublase. Corrieron y corrieron, sin saber a donde ir o que hacer. Si Yaril no era capaz de enfrentar aquello, ¿qué podían hacer? El Camino estaba lejos y el bosque parecía ser cada vez más peligroso.

Atravesaban como podían zarzas y setos, saltaban entre raíces y evitaban las ramas de los árboles. Algos árboles estaban dispuestos a dificultar su paso y Yaril las tenía que golpear con fuerza con su vara, dejándoles una fea marca de quemadura. Sus quejidos se mezclaban con el respirar agitado de los viajeros y el pulso de su corazón, que se podría haber oído en una milla.

- ¡Seguid y no paréis! ¡no dejéis de seguir la luz! ¡que la oscuridad no os atrape! - Les gritaba Yaril.

Pero su voz comenzó a sonarles distantes, porque le estaban perdiendo y se habían desviado de la buena senda que él bien estaba abriendo.

Las dos hermanas llegaron a un claro, oscuro. Poco a poco comenzó a prenderse una llama y una choza vieja y sucia apareció ante ellas. Una voz sonaba dentro, muy dulce y cándida, incitando a que las buenas niñas entrasen. Pero un miedo atenazó sus corazones ante tan bella melodía. Se acercaron al fuego y la melodía paró.

Capítulo Cuarto

La puerta de la cabaña se abrió, con un ligero murmullo de goznes oxidados. Una cascada de naranja y rojo inundó una figura encorvada, apoyada en un bastón y con un manto echado sobre sus hombros. Un halo de penumbra inundaba la cara, que se ocultaba, como todo lo que allí estaba, pues la verdad aún no se les había revelado, sino, hubiesen huido, corriendo aún más lejos todavía y más rápido.

La mujer tenía rasgos aguileños, arrugas marcadas y una gran nariz asomaron lentamente. En el cielo se escuchó un trueno, anunciando la tormenta, pero su luz no se había visto, pues en realidad no había tormenta, ni trueno, ni centella. Un fuerte viento comenzó a azotar las ramas de los árboles, provocando golpes secos y chasquidos que iban aquí y allá. En el aire había un lamento, una advertencia, pero las niñas no lo escucharon, porque no conocían el idioma de los árboles. Si lo hubiesen sabido, nada de lo que iba a pasar, pasaría.

-Entrad, entrad, va a estallar una tormenta, entrad.- La anciana tenía una voz aguda, pero no desagradable. Hablaba con ternura y entre sus palabras había un matiz cálido, pero eso provocaba desconfianza en el pecho de Aira.

Ires se adelantó, y quiso entrar, impaciente y con el miedo temblándole en el cuerpo. Todo lo que había ocurrido le estaba oprimiendo el pecho, y a Aira también, pero tampoco se fiaba de pronto de un extraño. ¿Por qué de Yaril sí lo hizo? Era diferente, pues Yaril vino en su rescate porque ellas le llamaron, pero aquella casa, puesta de forma tan perfecta en aquel lugar, y esa anciana que era tan dulce, levantaron en el corazón de Aira recelos. Yaril vino con lo que tenía, casi sin nada, solo con su ropa y poca comida. No trajo grandes mantos ni tesoros. Era humilde, y para nada hermoso, no como aquella mujer. Las palabras de Yaril sonaban como si las dijese del corazón. Las de la anciana sonaba dichas desde detrás de una celosía, escondiendo algo tras un hermoso velo artificial.

La anciana posó la mano en el hombro de Ires, y ya no pudieron escapar al embrujo que se había soltado.- Entrad.- Dijo, y las niñas entraron, sin haberlo querido, pero sus cuerpos así lo hicieron, porque el embrujo había comenzado y era fuerte, grande y poderoso, por ahora.

La puerta se cerró y, durante unos segundos, las llamas de la chimenea titilaron peligrosamente, parecía que se iban a apagar. Las sombras danzaron por las paredes de madera. La anciana dio con el callado en el tocón y todo volvió a iluminarse. Por unos instantes parecía que la ilusión de la bruja se iba a desvanecer, y Aira pudo ver un destello de lo que de verdad era todo. Duro poco. Demasiado poco para que el embrujo fuese roto en la mente de la niña, pero suficiente para no dejarla desprotegida ante aquello.

La casa era acogedora, y no tenía nada en especial. Una cama en el fondo, una chimenea, dos mesas pequeñas y taburetes. Del techo colgaban
embutidos y comida, junto con hierbas medicinales que se estaban secando. Un olor a guiso comenzó a inundar el aire y la boca se les hizo agua a las niñas, aunque no había ningún guiso en el fuego, y si lo habría después, no era comida lo que allí se estaba haciendo.

-¿Qué hacéis solas en el bosque? Es muy peligroso esta zona.- Dijo la anciana, que se sentó en el taburete, sin hacer o soltar quejido alguno. Sus huesos no le dolían, aunque iba encorvada y parecían débiles sus piernas.

Ahora que la podían ver con más claridad, se dieron cuenta de que era una anciana con un rostro entrañable, muy viejo, pero para nada horrendo. Sus arrugas eran grandes y redondas, y su cabello blanco se recogía en un moño perfecto. Tenía las manos huesudas, muy viejas, pero eran suaves. No había marca del trabajo y el esfuerzo en ella. Parecía ser muy anciana. Mucho más vieja aún de lo que aparentaba. Sus ojos eran profundos y en ellos parecía que se ocultaba algo. Algo que ni siquiera el embrujo podía ocultar. Porque en los ojos nadie puede ocultar lo que es. Aquella mujer no podía tapar sus ojos y Aira se dio cuenta de que aquello podía no ser normal. Había visto a un árbol intentar tragarse a su hermana y a Yaril utilizar un poder sobrenatural al que ella hubiese llamado magia. Ahora desconfiaba de todo lo que había en el bosque, porque aquel bosque era todas las leyendas que conocía y mucho más.

-Huimos de la guerra, no tenemos hogar y queremos llegar al otro lado del bosque.- Dijo Aira, posando una mano sobre el hombro de su hermana y acercándola hacia ella. Le dio a entender que hablaría en su lugar.

-Oh, vaya, ¡pobres niñas!- Dio una palmada y sonrió. Luego se levantó, sin quejarse de nuevo. Sus huesos no chascaron y su cuerpo era más ágil de lo que debería.

Eso le resultó raro a Aira, que no había sido tocada por la conjuradora y no pesaba tanto sobre ella la ilusión. En cambio Ires, que se había lanzado sin pensarlo, estaba completamente conjurada y para ella sonaron sus huesos y se quejaba, como sería lo natural. Pero allí no había nada natural. Todo estaba siendo recreado y creado, pues ni el fuego existía como tal, ni la casa olía bien ni del techo colgaban alimentos saludables.

-¿Y veníais solas?- Preguntó con mucha intención la anciana, que comenzó a darle vueltas al guiso que, para Aira, acababa casi de aparecer, pero para Ires había estado ahí siempre.

-No queremos molestarla, debemos marcharnos.- Dijo Aira, queriendo salir de aquel halo tan extraño. El ambiente estaba muy espeso, recargado. El aire parecía viciado de incienso, pero no veía ni una sola varilla ni nada parecido.

-No, no, no, no, para nada vais a molestarme. Le hacéis compañía a una pobre anciana.- Se volvió muy rápido, girando sobre sus talones.- Vamos, niñas, va a estallar una tormenta y hará frío.- Volví a voltearse hacia la lumbre, hablando en un tono conciliador y lleno de ternura.- Vamos, hoy dormís aquí y mañana nos pondremos en camino. Aunque no se puede pasar por el centro del bosque.- Dijo, casi apesadumbrada.

-¿Por qué no se puede?- Preguntó Ires, llevada por el conjuro. Se sentaron en taburetes las hermanas, pero no se quitaron las capas.

-Por la Cerca Dorada.-Dijo con grandiosidad y temor.- Hay algo que impide que sea atravesado el bosque. Es un poder muy antiguo que no deja pasar nada ni tampoco salir a nadie.- Se volvió hacia las niñas, con aire sombrío. Ya no era una anciana tan agradable, y hasta Ires se dio cuenta.- El que consigue entrar, nunca vuelve a salir.- Y fue la única verdad que hubo en aquel lugar.

La anciana se volteó al fuego y siguió dando vueltas al guiso. Aira no podía levantarse y marcharse, esas ganas no las tenía, pero sí tenía miedo. No sabía porqué, pero en su corazón había algo, había un palpito que le estaba
llamando a que fuese prudente.

-Vamos, vamos a cenar.- Comenzó la anciana a servir tres cuencos y los colocó en una de las mesas. Se sentó y dio cucharas a las niñas.

Tenía todo muy buen aspecto. El olor entraba solo por la nariz, y la carne parecía que se iba a deshacer en la boca. La anciana dio vueltas con la cuchara y no paró de mirar a Ires, sabiendo que estaba bajo el conjuro de forma más poderosa.

-¿Y cómo pensabais atravesar la Cerca?- Dijo, moviendo la mano casi automáticamente, sin mirar más que a Ires. Su voz sonó menos aterciopelada y, de pronto, empezó a escucharse algo.

Era un zumbido. Un zumbido grave. Débil, pero suficiente para ser notado por las tres. Parecía el canto de una voz de hombre, muy grave, potente. Algo se abría paso a través de algo costoso. Era como estar apretando un clavo contra la madera y llegar un punto en el que temblaba la mano porque el esfuerzo era demasiado grande y la madera demasiado dura. La anciana levantó los ojos, sin saber a donde. Tragó saliva y sonrió.

-Dime, ¿cómo?- Volvió a repetir. El miedo palpitaba entre sus palabras y las notas de voz eran más frías.

-Yaril era quien sabía el camino.-Ires fue a parar a la trampa y Aira le dio un golpe con el pie, bajo la mesa, lo que hizo que su hermana se callase en ese momento.

-¿Yaril?¿Decís Yaril, el gnomo?- Dijo con mucho interés, acercando su cara hacia la de Ires.

Aira no quería revelar que iban con Yaril. ¿Y si ella había sido eso que había atemorizado tanto a Yaril? Si era un ser maligno, no podían confiarles tal información- ¿Un gnomo? Abuela, no venga con cuentos y leyendas, los gnomos no existen.- Aira intervino rápido, tajante, haciendo que la anciana le volviese la mirada unos segundos.

-Claro, claro…eso es.- Dijo y miró al plato.

El zumbido era ahora como un panel de abejas. Fuerte, casi ensordecedor. Las paredes parecían combarse y la mesa se movía lentamente. Era como sentir un seísmo un terremoto. Lo que fuese que estaba fuera, quería entrar con todas sus fuerzas. La anciana apretó los dientes y luego miró a las niñas, forzando la sonrisa. Su rostro no era tan dulce y meloso, y parecía ser menos bella que antes. Sus cabellos eran cardosos y feos. Sus ojos eran mucho más grandes, pero no más hermosos. En ellos se veía algo oscuro, como si mirasen a los verdaderos ojos de lo que se escondía en esa apariencia, y para nada eran agradables.

-Comed, que se enfría. - Dijo, casi entre dientes. Era agudo su tono, y muy imperativo. Una orden.

Ires fue a comer, cogió la cuchara, la llenó. No parecía tan apetecible el potaje, pero aun así quería comerlo.

-No lo comáis.

De pronto una voz clara como una fuente atravesó todo y resonó en el corazón de las dos niñas. La anciana no lo oyó, pero notó que algo pasaba, que algo les había hablado, pues sus rostros se iluminaron como si la luz del comienzo les hubiese alcanzado. Ungidas por algún poder que ella no podía contener ni conocer, la orden no surtió efecto y la impotencia embargó el pecho de la bruja.

-Vamos, que se enfría. Comed.- El rostro de la anciana no era ya tan hermosos, las arrugas no eran redondas y grandes, eran finas y penetraban en la piel como cicatrices.

-No, no comáis. Si lo hacéis nada se podrá hacer.

El temblor se extendió cada vez más por la casa y parecía que se iba a derrumbar. Ires negó y Aira dejó la cuchara. - No tenemos hambre.- Dijeron las dos, negando con la cabeza. El embrujo estaba débil. La anciana se estaba concentrando más en lo que había fuera que en la ilusión que proyectaba en el corazón de las niñas. Eso hizo que el buen ambiente fuese cambiando. Ahora la casa era fría, todo tenía un aspecto vetusto y cargado de suciedad. La podredumbre se había instalado en aquel lugar y todo se había tornado oscuro.

-He dicho que comáis. - Insistió, perdiendo con cada palabra su aspecto. Apretaba los dientes y su carne se volvió más delgada y sus manos más horrendas.

-Tranquilas, falta poco. Resistid.

La voz era luz, era cálida y les hablaba directamente. Había mucho poder en esa voz. Era una voz que las estaba protegiendo, mientras ellas escuchasen. Si se dejaban embaucar por la anciana, entonces perderían completamente y ni siquiera esa voz podría salvarlas, aun con todo el poder que tenía.

-Maldita sea, ¡comed! - Cogió la cuchara y quiso obligar a Ires a tragar. Aira se levantó y la apartó de su hermana, empujando a la anciana, que terminó en el suelo con un golpe seco.

Entonces el conjuro se desdibujó y salieron de la ilusión, viendo el horror en el que se había convertido todo. La anciana tenía un aspecto maléfico, no era anciana. Sus ojos eran negros completamente y en su piel había marcas que con solo mirarlas a uno le dolían los ojos. La cabaña era un lugar donde los miedos y las cosas más espantosas estaban expuestas. El puchero era una masa viscosa, negra, ponzoñosa, era veneno, una pócima que había preparado para conjurar a las niñas bajo su poder y utilizarlas.

Aira cogió a su hermana de la mano y corrieron a la entrada. Abrieron la puerta, y la hechicera gritó para intentar impedírselo y, entonces, un fogonazo de luz hizo que todo se deshiciera.

La cabaña desapareció, junto con todo el mobiliario. El conjuro se vino abajo, junto con todas las barreras que estaban protegiendo aquel lugar de horror y espanto.

Las niñas corrieron y se encontraron una pared de tierra. Aira empujaba a Ires para que subiese, pero el miedo y el corazón desbocado hacían torpes las manos y la fuerza se le escapaba. Su pecho estaba azorado y su respiración se descontrolaba.

La hechicera se había levantado y tenía un aspecto horrible. Era doloroso mirarla al rostro, pues en ella bailaba un mal antiguo. Aira abrazó a su hermana y ambas se taparon con los mantos para no mirarlas. Temblaban de miedo. Aquella voz no estaba. Aira, entono una oración de súplica en su mente, y, de todo corazón, y la elevó a la voz que habían oído en la cabaña de la bruja.

-Nada tienes que temer, Aira, hija de Kires e Irphai. Porque Yo estoy con vosotras y nada os pasará.-Y en su pecho sonó la voz. Sonaba como trompetas, anunciada por una fanfarria poderosa y alta que descendía desde los cielos. Y eso le tranquilizó el corazón a Aira y a Ires.

Y, tal y como había sido, todo siguió su curso y lo que se había puesto en marcha llegó. La sombra de la hechicera se vio empequeñecida por una luz. Esa luz atravesó los mantos y las niñas miraron por encima de sus cabezas. Solo veían luz, en una figura que emanaba un calor que no quemaba, una luz que no cegaba y un aura que no aniquilaba. Sus corazones no tuvieron miedo y se llenaron de alegría, sin saber por qué. Aquella luz no solo podía contra aquella oscuridad, sino que la superaba. El día hizo presencia en aquel momento y el bosque fue iluminado como en los días antiguos, por la luz que no perecía y que siempre brillaba.

La figura iba cantando un canto poderoso y antiguo, un himno en un idioma perdido que pocos conocían. Emanaba como una fuente aquellas palabras que hicieron rebosar a lo creado. La naturaleza se levantó con esplendor en aquel lugar hediondo y corrupto y en el pecho sintieron las niñas una fuerza que no era suya, una fuerza antigua, que brotaba de dentro y que las llenaba.

-Nada habéis de temer, pues Yo he provisto todo.-Esta vez la voz sonó en ambas niñas que la escucharon completamente.

La luz continuó cantando y la bruja comenzó un canto mucho más débil, grave, repetitivo, monótono y vacío de contenido. Y nada podía hacer contra aquel bello canto, que era tan antiguo como la misma tierra que estaban pisando. En las palabras había una fuerza que pocos ya podían decir que la conocían o recordaban. Esas palabras tenían la bondad escritas en su esencia y quintaesenciaban todo lo bueno que había en el mundo. Y estaban siendo dichas desde lo más profundo de un corazón. Y luego, la oscuridad descendió a los ojos de las niñas.

Capítulo Quinto

Cuando Ires abrió los ojos se encontró una gran lona blanca que bailaba lentamente con el vaivén del aire. Su movimiento recordaba al de la espuma del mar, que se deshacía y hacía continuamente, en un ciclo similar al de la vida. En el viento se podían oler aromas fuertes y otro más sutiles. Jazmín, lavanda, tomillo y romero, y también el de la fruta pelada y cortada, como las naranjas, sandías, manzanas y peras. Todo ello entró en las fosas de la muchacha y la trajo del mundo onírico al terrenal, despertando sus sentidos y abriendo el apetito.

Estaba sobre una cama con forma de nido, colgada de una rama de un árbol. La luz del día llamaba a pensar que era su cenit estaba próximo, pero apenas había amanecido unas horas antes. No había nada que le hiciese sombra a la estancia circular donde se encontraba. Allí, Ires se desperezó, y miró a su alrededor. Parecían que las paredes se combaban, y que se iban a romper, pero, cuando se fijó mejor, se dio cuenta que eran de tela, igual que el techo. Tenían tonos azules y en ellas estaban pintadas escenas que ella no sabía ni conocía. Un gran mar negro, con tormentas y rayos, y luego, unos barcos que parecía que se empequeñecían ante las grandes olas. Si seguía el recorrido con la mirada se podía llegar a una escena en donde una gran mujer con cabello rojizos portaba en sus manos la luna y el sol, y en su vientre estaba dibujada una gran flor dorada, que brillaba por sí sola.

Una voz saltarina, suave, dulce, clara como el agua recién deshelada, se acercaba lentamente. No podía escuchar sus pasos, ni tampoco sabía por dónde venía. En realidad, la entrada no se veía con claridad entre las telas, por lo que esperó allí, hasta que apareció. En aquel lugar no tenía miedo. No. Se sentía a gusto, confortada y curada de los recuerdos de aquella noche en la cabaña de esa hechicera, que ahora parecían tan lejanos y distantes, tan livianos y ligeros. Era como si los años le hubiesen curado de ese dolor, pero, en realidad, no fue el tiempo, sino algo mucho más inmediato y poderoso.

Entre unas cortinas entró una mujer. Tenía el cuerpo sumamente delgado y sus ojos eran profundos, como un mar de estrellas en medio de una noche de verano. Su piel era blanca, blanca como la misma nieve, como si se hubiese levantado la escarcha con una forma dulce y hermosa y se hubiese puesto a caminar sin derretirse. Sus cabellos estaban sueltos. Eran oscuros. Negros como el betún, y le caían lisos por el pelo. Sus labios eran finos, una línea rosada que se dibujaba amplia sobre su rostro. Portaba una fuente llena de frutas y caminaba casi de puntillas. Desprendía un aroma silvestre, como si se abriese la madera de un árbol joven y uno respirase con fuerza esa parte verde y viva. Destilaba una fragancia desconocida y hermosa, que no hacía daño a los sentidos.

Miró a Ires y sonrió.- Las estrellas se alinean para nuestro encuentro.- Le saludó al entrar con una fórmula nueva y extraña para Ires.-Por fin te has despertado. Ya creía que no lo harías. Vamos, ven, seguro que tienes hambre. Come cuanto gustes.- Sobre una mesa baja y pequeña, rodeada de cojines, dejó la fuente y caminó casi bailando hasta la cama en la que se encontraba Ires.- Vamos, Ires, no tengas miedo. Estas segura. Anama os ha bendecido y estáis bajo su protección. Nada has de temer.- Cogió sus manos con delicadeza y la bajó de la cama, guiándola.

El tacto era suave, mucho más suave que el terciopelo, mucho más aún que el mármol pulido. Era algo extraño. Parecía ser alguien que venía de un tiempo muy lejano, de alguna leyenda perdida que ya nadie conocía y recordaba.

Ires, que todavía andaba adormilada, no entendía nada. Creía estar en un sueño, donde la brisa del verano le mecía los cabellos y las ropas que llevaba. Se dio cuenta de que no eran sus ropas, sino que eran vestidos diferentes. Eran suaves, ligeros, muy cómodo. Casi se sentía desnuda, pues no le incomodaba la ropa ni le apretaba.

Las dos se sentaron. Ires comenzó a comer en silencio. Hasta que no sació su apetito no habló.

-¿Dónde estoy?¿Cuál es tu nombre?- Dijo muy seguido, y su anfitriona se rio. Parecía que se escuchaba el canto de un pájaro cuando lo hacía.

-Más despacio, más despacio. Las preguntas una a una, las respuestas una a una. Hay tiempo de sobre. Ya no tenéis que correr, ni tendréis que preocuparos de nada.

Se volvió a reír y le pasó una mano por los cabellos a Ires, dejándolos detrás de su oreja izquierda.- Estás en un puesto de vigilancia. Esta es una atalaya. Desde aquí vigilamos una de las entradas de la Cerca, y también el Camino de Baldosas.- Dejó sus manos en el regazo y sonrió, enseñando unos dientes pequeños y perfectamente alineados.- El capitán del puesto es mi hermano, Bheneniel, quien fue el que vio vuestra llamada de auxilio. Fuimos los dos a por ti y tu hermana.

-¡Mi hermana!- Dijo de pronto Ires, casi sobresaltada. No sabía donde estaba y comenzó a ponerse nerviosa, sin saber bien que hacer en aquel lugar, donde ir y donde quedarse.- ¿Dónde está?-Le cogió las manos a su anfitriona y esta se rió.

-Vamos, vamos, Ires. Tranquila. Tu hermana está bien. Ahora cálmate. Aún me queda una pregunta por responderte y no he terminado la primera todavía. Vamos, vamos, cálmate.- Habló con mucha tranquilidad y le colocó una mano en la cara, transmitiéndole una sensación de calma, como el que se le da a un recién nacido cuando abraza a su madre.

-¿Por dónde iba…? ¡Ah, sí!- Se acordó y comenzó de nuevo el relato que había empezado.- Estás en mi cuarto, que te he cedido los días que estuviste dormida. Mientras esperamos noticias de nuestros Señores permaneceréis con nosotros. Luego partiremos.- Le miró a los ojos y se recostó sobre los cojines, jugueteando con su cabello.

-Me surgen muchas preguntas más.- Dijo Ires un poco confusa y sin entender mucho de lo que decía.- Dime tu nombre por favor.- Le comentó, todavía con cierta angustia en su voz.- ¿Y cómo sabes el mío? Yo no te lo dije.

Ires miró a esa mujer a los ojos y creyó ver siglos cincelados en sus pupilas. Parecía que uno se asomaba a la bastedad de la historia y, en cada rincón, podía beber un relato, una canción o un cuento diferente y antiguo. Parecía que era muy anciana, pero en su rostro no parecía que los años hubiesen pasado por ella.

-Si te dijese todo los nombres que tengo tendría que cantar una canción y podríamos tirarnos varios días.- Se volvió a reír con esa naturalizad y dulzura de antes.

-Pero a tu hermano lo has nombrado sin cantar ninguna canción.- Le replicó
Ires.

-Cierto, porque no se lo has preguntado a él, pues yo no sé todos los nombres que tiene ni todas las vivencias que podría cantar.- Sonrió de nuevo y continuó hablando.- Por eso te confío mi nombre, Ires.- Se incorporó y le habló, mirándola a los ojos de forma intensa y directa. Parecía tan solemne en ese momento, que todas las ceremonias y símbolos, a su lado, hubiesen sido solo artificios y juegos.- Mi nombre es Karaliel, llámame así, aunque tengo muchos otros, y si nos podemos conocer mejor, entonces te iré contando más de ellos, pero ahora no puedo, no tenemos tanto tiempo porque tú tienes muchas preguntas y mis respuestas han de ser cortas.- Se rió de nuevo

El aire levantó parte del techo y un rayo de luz las iluminó unos segundos. No parecía primavera, parecía que estaban en medio del verano. O esa fue la sensación que le dio a Ires.

-Tu nombre lo sé porque me lo dijeron en un sueño, por eso mismo lo sé. Ni siquiera sabía cual era tu rostro, ni que raza eras, pero sabía que tenía que ir a buscar a Ires porque Anama me lo susurró. Cuando te vi allí tumbada en el suelo supe que tú eras Ires, y creo que a mi hermano le pasaría lo mismo con tu hermana.

-Ahora querrás saber dónde está tu hermana.- Se rió lentamente y se recostó de nuevo, dejando su cabello esparcido sobre el cojín.- Se encuentra segura, en el cuarto de mi hermano. No te tienes que preocupar, está igual de segura que tú, y alimentada. Lleváis casi dos semanas durmiendo y nada os podía despertar. Pensamos que estabais enfermas o malditas, y consultamos a los elfos que viven en Ikaras-Lioras, pero ellos, al examinaros, no pudieron ver nada maligno sobre vosotras. Comentaron que no teníais mácula de la oscuridad y que habíais sido bendecidas por Anama. Fue un alivio porque ni mi hermano ni yo conocemos las artes para curar o sanar y sería muy largo el camino hasta encontrar a un anciano que conociese dichos remedios. Habéis tenido mucha suerte esta vez. Es extraño que dos mortales caminen tan cerca de la Cerca y que sean capaces de entrar en ella sin conocer ningún camino o puerta. Dime, ¿acaso tu familia todavía conserva algún don?

-¿Don?- Dijo Ires extrañada.- Nosotras ya no tenemos familia y nada nos queda de ella más que dos o tres recuerdos de poco valor material, pero que son importantes para nosotras. No sé de que me hablas, ni sé quién es esa Anama de la que hablas.- Dijo Ires, sin conocer la verdad perdida en su familia y que llevaba mucho tiempo durmiente, y, ahora que se había levantando, ya no iba a poder ser dormida nunca más.

-Vaya, es muy extraño. Tendré que pensarlo esta noche para saber preguntarlo luego a los ancianos.- Dijo, acariciándose el mentón, dubitativa. Juntó las delgadas cejas y luego volvieron a su sitio.- Aunque sí me podrás contar como es que has llegado hasta aquí, ¿no? Oh, bueno, no, espera, mejor nos lo contáis las dos después, seguro que es muy emocionante. Aunque al final os encontrases con aquella conjuradora.

Le horrorizó volver a recordar a aquella bruja y la verdad de todos sus engaños. Casi come aquella viscosa salsa que parecía veneno y fue ella la que se rindió ante sus ardides primero. - ¿Fuisteis vosotros quienes derrotasteis a la conjuradora?-Habló todavía con cierto malestar en el cuerpo, producido por el recuerdo de esa noche.

-No, nosotros llegamos mucho más tarde.- Dijo Karaliel. Se incorporó, cruzando sus piernas y hablando más seria que antes.- Nosotros no podemos salir de la Cerca si no es por extrema urgencia o gravedad, y mi hermano aún tiene que responder ante sus superiores y tendrán que dilucidar si de veras era necesario haber salido a rescataros.- Su rostro se ensombreció, y parecía que el temor había brotado por primera vez en mucho tiempo, pero rápidamente volvió a la normalidad.- ¿Acaso os salvó alguien?- Dejó caer la pregunta con mucha curiosidad.

Ires estuvo un rato pensando, cruzada de brazos, intentando recordar todos los detalles. Le describió aquella figura que apareció de pronto. Como la casa de la bruja fue destruida y como se quedaron dormidas de pronto. Karaliel le pidió varias veces que le dijese como era esa figura, ayudándola a que dijese el adjetivo correcto, el que mejor le definiría. Pero Ires solo pudo decir lo que vió,
y era una figura envuelta en luz, como si fuese una estrella.

-Es extraño, la verdad, nunca había escuchado o visto nada parecido cerca de aquí, y todos nos hubiésemos dado cuenta de ese tipo de presencia por los alrededores, no podría esconderse siempre y solo aparecer en ese momento, a menos que sea un Ser Celestial.- Sentenció lentamente Karaliel, mirando hacia el vacío y esperando encontrar en algún lugar alguna respuesta. Dirijió sus ojos hacia Ires, y la estudió, queriendo saber lo que había visto.

-¿Ser Celestial?- Preguntó Ires.

-¿No sabes lo que es un Ser Celestial?- Ires negó y Karaliel comenzó a explicarle un relato, hablando muy despacio y tranquila.

Cuando Anama terminó la creación, creó entonces a los Seres Celestiales. Ellos tenían cualidades de Anama, pues eran vástagos de su corazón. Ellos no nunca podrían hacer formar una unidad mayor que Anama, porque ella es superior a todos ellos juntos, pero tenían gran poder. Anama habló a ellos y los reunió a todos entorno a su morada principal.

-Este es mi mundo. Id a vigilarlo. Vosotros seréis los que lo guardéis.- Y miro a cada uno de ellos y dijo de nuevo.- Este mundo está hecho para otros seres, para mis hijos predilectos. Vosotros no podéis gobernarlos, ni ellos os deberán obediencia como a reyes. Vuestro deber es proteger y guardar. El que me desobedezca caerá a un trono de piedra y tierra y conocerá el dolor.

Cuando Anama se retiró a su morada, los Seres Celestiales adquirieron diferentes formas. Formas de lo que pensaban que serían los hijos predilectos, formas de animales que ya corrían en la tierra o de los que todavía dormían dentro de ella, esperando el momento para llegar. Y de entre todos ellos destacó Yulbo, conocido después como Thelor. Era el más grande de todos, pero fue a su hermano Silumo a quien se le concedió el señorío de los Seres Celestiales.

Estos caminaron entre la creación con paz y se ocultaban para no perturbar a los seres vivientes que allí había. Ellos podían manejar a los elementos, a las estaciones y toda la creación se doblegaba. Comenzaron a embellecer aún más la creación, pues de sus corazones salían hermosas ideas, seres nuevos y bellas obras. Y Anama estuvo satisfecha de que así fuese, porque vio que era bueno.

Pero Yulbo no era feliz, porque tenía envidia de los hijos predilectos, y entonces se reveló contra Anama, destruyendo y corrompiendo la creación, pues él quería ese mundo para sí. Gritó y se sentó sobre un trono de piedra y tierra.- Yo soy el Señor, someteos a mí, porque yo conseguiré para los hijos más poderosos la tierra que debía de ser para los débiles.- Y esa fue su perdición.

Paró de hablar y estuvo un tiempo en silencio. Miró hacia el exterior, donde se plegaban las telas de la pared y se podía ver un mar de verdes hojas brillando, enceradas por la luz, y frescas, pues brotaban nuevas en la primavera y eran jóvenes.- Los Seres Celestiales que fueron fieles solo descienden cuando hay un gran peligro que nosotros no podemos hacer frente. Puede que vieseis a uno y, por la bendición que tenéis, no os desvanecieseis en su presencia.

No dijo nada ni miró a Ires. Se quedó pensando, pensando en cosas profundas y complejas que no podían dejarla en paz y necesitaba silencio. Ires tampoco quería hablar, ese relato le había conmovido. Había encontrado el tuétano de algo que le había erizado el vello. Se sentía muy pequeña ante esas palabras y no sabía que hacer o decir. Y también se quedó callada. Y así llegó el medio día.

Capítulo Sexto

Aira abrió los ojos por el ceje de un rebelde rayo de luz que le golpeaba en la cara. Se tapó con las sábanas dulces y delicadas, que tenían aromas a flores y canela. Tardó un tiempo en habituarse a la luminosidad y se preguntó ¿dónde estoy?, ¿qué ha ocurrido?

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Se incorporó de un solo movimiento en la cama. Recordaba vagamente todo. Veía escenas difusas, los sonidos se mezclaban, luces, sombras, nieblas y sueños se entrelazaban en su mente, provocándola un dolor en las sienes. Se puso las manos en la cabeza para intentar calmar el dolor. Miró las sábanas. Luego alzó los ojos. Unas telas de colores celestes, verdes y azules bailaban al son de una brilla fresca. La luz penetraba caliente y se escapaba de la sombra proyectada por las telas. Aquel lugar tenía un aroma particular, pues, para ella, no había olido tantas cosas reconocibles a la vez. Hierbas aromáticas y comida se fraguaban en un aroma destilado con un toque exótico y extraño.

Sus ojos recorrieron la habitación. Estaba en una cama baja. El olor a incienso le llegó desde la mesa en donde un hombre, alto, delgado, de cabellos negros y de tez extremadamente pálida, con manos finas y delicadas, estaba leyendo un pergamino, aunque sus ojos estaban entrecerrados. Parecía que meditaba de forma muy profunda. El susto ahogado en la garganta de Aira le despertaron de sus pensamientos. Sus orejas puntiagudas se movieron de forma graciosa.

-Mil años tengas paz.- Dijo, posando una mano en su corazón. Se levantó sin mover el tronco de su cuerpo. Sus ojos eran un mar de flores, colores alegres que la miraban desde un abismo de años y sabiduría inmenso.- Después de un largo sueño, tu mente a la vigilia. Por favor, perdona si te has asustado.- Se acercó a la varilla de incienso y la apagó de un pequeño golpe.

Se acercó hacia una pila de madera y cogió una jarra de crista. Estaba labrado y tenía una forma delicada y fina. Parecía que el mismo aliento del aire podía desvanecerlo si soplaba con más intensidad. Trajo una cubeta de madera y la colocó cerca de la cama donde Aira dormía. Llenó la cubeta y fue a por unas toallas de colores chillones. Se la colocó en el regazo y encima la cubeta. Todo lo hacía en silencio, sin provocar honda de sonido en el aire. Parecía más silencioso que una sombra, como si en los pies tuviese almohadillas de gato. Andaba descalzo sobre la madera con elegancia, agilidad, y mucha ceremoniosidad.

-Puedes asearte antes de comer tu primera comida en muchos días. Aseguro a que tu cuerpo necesita nutrirse. Espera a que te sirva.- Se levantó y abandonó el cuarto en varias zancadas, saliendo por los pliegues de las telas que hacían de pared.

Aira no sabía que había pasado, ni visto. Metió sus manos en el agua tibia y cristalina. El agua era tan limpia y pura que se resbalaba entre los dedos con mayor facilidad. Se lavó la cara, las manos y se secó con las toallas que había dejado aquel extraño hombre. ¿Qué es lo que había visto en su espalda? Era algo que había observado. Al igual que las orejas de Yaril no las vio, se dio cuenta de que en la espalda de aquel hombre había visto algo traslucido, de vivos colores transparentes que se había movido. Sí.

Su anfitrión regresó. Llevaba ropas blancas, con una faja verde que le colgaba en una larga tela enrollada en un lazo muy bien hecho. Las manos que lo habían hecho se habían esperado bastante. Entre sus manos traía una fuente repleta de frutas. Algunas conocidas por Aira y otras que no sabía si eran de este mundo. Tenían colores vivos, como si acabasen de ser arrancadas del árbol y le palpitase aún el alito de la vida.

Con una ceremonia digna de reyes, con la fanfarria del sonido y la brillas por delante, quitó la cubeta, las toallas, las dejó en la pila de madera, y dejó sobre las piernas de Aira una bandeja de madera. La madera vibraba, olía a verde y estaba labrada con exquisitez. Tenía motivos florales que la adornaban y parecían tan reales que, si hubiesen estado pintadas, las flores parecerían de verdad.

-Come cuanto gustes, eres la invitada de mi casa. No te faltará nada de lo que pidas.- Se sentó cruzando las piernas y habló con una voz suave y clara. Era un rayo del amanecer, capturado en su boca y proyectado a través de una gasa.-Por favor, antes de que comiencen tus preguntas, come. Tendremos tiempo para hablar mucho. Todavía no ha llegado el momento de partir a la Casa de Todos.- Dijo esto y entrecruzó los dedos, pareciendo una figura solemne, de piedra.

Aira obedeció, pero no era la misma obediencia de cuando la bruja le obligó a entrar en casa. Ella quiso y en su libertad, aceptó la petición. Su estómago estaba completamente vacío y se sentía aún débil. Necesitaba comer. Y su madre las decía que no comiesen con el estómago vacío.

Comió hasta que se hartó, y cuando se sintió satisfecha, se limpió con una servilleta bordada con hilos de colores y dejó la bandeja a un lado. Su anfitrión recogió todo y la convidó con un movimiento de brazos a sentarse alrededor de una mesa redonda que estaba rodeada de cojines para acomodarse. Se pusieron uno enfrente de la otra y aquel hombre posó sus manos sobre la mesa, entrecruzando los dedos.

-Bien, Aira, estoy a tu entera disposición. Podemos hablar durante toda la mañana. Todas las dudas que alberga tu corazón las iré respondiendo en la medida en que sepa o entienda.- Y dejó caer las palabras con amabilidad. No había frialdad en su rostro, pero era una persona muy protocolaria y educada, era muy educado. Era exquisitamente educado. Parecía un príncipe sacado de las leyendas antiguas.

-Muchas gracias por hospedarme en vuestra casa.- Dijo de todo corazón, sonriendo.- Pero querría saber el nombre de mi anfitrión para poder darle las gracias como manda la tradición de mi pueblo.- Aira sabía comportarse, sabía las normas de protocolo y así quiso comportarse, pues ella sentía que le era de recibo.

-¡Gran tradición la de tu pueblo!- Lo dijo con ímpetus, esbozando una tímida sonrisa.- Aunque si te tuviese que contar todos mis nombres necesitaríamos un año entero, pues he vivido largos años, y tengo nombres como días tiene un año, y aún soy joven para los de mi raza. Tendríamos que cantar durante largos días para que supieses mis nombres, y te estaría contando mi vida, y he tenido, como te he dicho, una vida larga.- Se puso la mano derecha en el corazón e inclinó la cabeza.- Pero por el nombre por el que se me es conocido actualmente es Bheneniel.- Levantó la cabeza y bajó la mano a su regazo.- En vuestra lengua significa “gorrión”, aunque el nombre completo es Bheneniel Nenenil Thilanil Ananiel, que significa “gorrión de plumas de plata”.

Se quedó un largo rato en silencio. Miró a Aira sin decir nada. El momento se cargó de un silencio místico y, tras minutos meditando, habló.- Pero llamame Bheneniel, de esta forma te será más fácil dirigirte a mí mientras estés bajo mi protección.

Aira se sintió tan menuda, tan burda ante él, que parecía una bestia entrando en un hermoso palacio de plata y oro, con láminas de cobre bruñido, fino y delicado, y todo con sedas suaves y elegantes.

-Entonces doy las gracias a Bheneniel por acogerme en su casa.- Dijo después de meditar sus palabras y habló seguidamente.- Dime, Bheneniel, ¿dónde me encuentro?- Se acomodó en los cojines mejor y apoyó los codos en ellos.

-Estos son mis aposentos.- Dejó transcurrir unos segundos de silencio y continuó.- Estas en la casa que me mandaron guarda. Es una de las atalayas que vigilan la Cerca. Yo soy su capitán y su señor.- Parecía que lo decía con gran magnificencia, pero sus palabras no eran dichas para demostrar u ostentar cargo, decía lo que era y lo que hacía.

Aira le miró y asintió. Luego le vino a la mente su hermana y, antes de que dijese nada, Bheneniel alzó una mano, pidiendo que no hablase.

-Tu hermana se encuentra bien, si es eso lo que te preocupa. Mi propia hermana, Karaliel, la estará cuidando al igual que a ti.- Bajó la mano y la posó en la mesa.- No tienes nada de que preocuparte, aquí estáis seguras, pero tras la Cerca no hay peligro, no todavía.

Aira repitió lo de La Cerca y recordó las palabras de Yaril. Quería entrar en aquella supuesta Cerca de la que les habló pero no había visto ninguna en ningún momento.

-Dime, ¿nos salvaste tú?- Preguntó, recordando la figura de luz que apareció y que las salvó en el último momento.

-No comprendo bien tu pregunta y en tus ojos veo que no estás evocando lo que tus palabras dicen.- Cerró los ojos, apretó los blancos párpados, y luego los abrió. Aira sintió como una fuerza entraba en ella y luego salía, como si el mismo calor del sol atravesase su cuerpo y se dedicase a mirar en su interior.

-Bien, ya lo entiendo.- Dijo Bheneniel tras unos minutos.- No, nosotros no fuimos quienes luchamos contra el ser maligno que os amenazaba.- Miró a Aira y se aclaró la garganta.- Nosotros os encontramos dormidas. Ningún animal se atrevía a haceros nada, y aquel mal al que os enfrentasteis no os inoculó su ponzoña.- Acercó la cabeza un poco hacia Aira y sonrió.- Para vuestra suerte.- Y volvió a adquirir esa postura casi ceremonial.

Su sonrisa había sido un rayo de luz en medio de la tormenta y parecía que desprendía luz propia. Sus dientes pequeños y blancos estaban perfectamente alineados y tenía una expresión hermosa.

-Vimos vuestra llamada de socorro y dudé durante unos minutos. Pero no se apagó esa luz en un largo tiempo.- Cerró los ojos, con la misma expresión de concentración que antes había utilizado. Pero esta vez solo rememoraba y traía a la consideración de su corazón lo que era digno.- Cuando se apagó la luz algo me llamó.- Abrió los ojos y miró hacia Aira, con un gesto solemne.

-Días atrás había tenido varios sueños, y Anama me habló en ellos. Me dijo tu nombre, que es la razón por lo que lo sé sin que me lo digas. Cuando ocurrió aquello supe que era la señal que estaba esperando y de las que se me había estado avisando. Me armé y con mi hermana partí al encuentro de vosotros, aunque no conocía que vería más allá.- Y guardó silencio un largo minuto.

-Ha sido la segunda vez en mi vida que atravesé la Cerca. Es algo que en mi pueblo no se hace si no hay extremo peligro, y es por eso que lo hice, porque percibí el peligro. Cuando llegamos, vuestra señal había desaparecido, pero os encontramos bendecida por Anama, así que os trajimos a esta morada y la Cerca se abrió ante nosotros sin palabra ni tampoco pensamiento. Eso es la segunda cosa más extraña, por la que te preguntaré después cuando estés junto a tu hermana.- Volvió a guardar silencio y tragó saliva.

-Cuando llegasteis vuestro estado era débil. Temimos por vuestras vidas y, al no conocer artes sanadoras más que las del cuerpo, pedí ayuda a los elfos que viven en Ikaras-Lioras.

-¿Elfos has dicho?- Le interrumpió entusiasmada Aira, aunque luego agachó la mirada por haber cortado su relato de forma tan abrupta.

Bheneniel sonrió y rompió en una carcajada que sonaba como el agua de un manantial. Era una risa suave y muy dulce y le parecía tan hermosa que nada se le podía comparar por ahora.

-¡Elfos!, como lo has oído. Pero permíteme terminar mi relato.- dijo todavía sonriente.

-Como te decía, al no contar con conocimientos de sanación, acudimos a los ancianos de nuestros amigos, los elfos de Ikaras-Lioras. Su anciano más preminente en el arte de la curación os examinó largas horas y mientras estuvimos orando a Anama para que nada os pasara. Si era algún conjuro

perverso sería difícil curaros, pues el viaje es muy largo hasta la nuestro hogar. Pero el curandero dijo que no veía más que bendición en vosotras y que vuestro cuerpo estaba agotado por un gran esfuerzo. Aquello fue un alivio. Tu hermana y tú habéis dormido muchos días y noches y ahora puedo ver que no os ocurría nada.

Dejó de sonreír y se acomodó en las cojines, apoyando los codos en la mesa. Bheneniel tomó un tono más serio y miró de forma muy directa a Aira.

-Pero lo que quiero preguntarte es, ¿qué os salvó?- Se incorporó y puso recta la espalda.- Permita que te haga otra pregunta, Aira, porque me surge la duda de, ¿cómo conocíais la señal de socorro de mi raza?- Y guardó silencio, esperando a que Aira contestase.

Le comenzó a relatar los recuerdo que tenía la figura luminosa. Bheneniel le hacía pequeñas interrupciones para asegurarse de las palabras que decía, y la dejaba proseguir, asintiendo. Frunció el ceño muchas veces y luego guardó largo rato silencio. Aira le comentó que no conocía señal alguna y que ellas no hicieron nada. Y guardó de nuevo silencio. Este silencio duró mucho tiempo, y Bheneniel estuvo mirando fijamente hacia el centro de la mesa, frunciendo el ceño varias veces en aquel lapsus de tiempo.

-No tengo respuesta para eso, Aira. Me temo que no soy tan sabio aún. Pero nuestras preguntas serán respondidas cuando seamos llamados por mis padres para que compadezca ante la Ilashya.- Miró a Aira y se volvió a aclarar
la voz.- Que no te devore la incertidumbre, aún no, Aira, todavía estamos en un preámbulo, lo siento así. Esperemos a que Anama provea y todo comience a moverse según lo escrito.

Y con esas palabras llegó el medio día.



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